Mis demonios: "TPS"
- Nei DaCosta
- 13 ene
- 4 Min. de lectura
Un día amanecí. Amanecí y todo lucía maravilloso. Las mismas cobijas y sábanas, que me abrazaban suaves y cálidas. Las mismas cortinas que dejaban entrar la luz, invitándome a salir. Desde ahí me llamaba el aroma del desayuno. Olía a grasa y exquisitez. Mi boca ya salivaba incluso antes de tocar el suelo. Bajé con ansias de devorar cada bocado. Y así fue. El olor no le hacía justicia al sabor. Pero mi apetito aún no era saciado. Quería comerme el resto del mundo. Al salir, la brisa matutina besó mis mejillas y el sol se reflejó en mi sonrisa. Ante mí, un día despejado, de azul vibrante, verde pasto y una paleta amplia de colores que inundaban la ciudad. Una ciudad llena de vida, de risas, de aves y murmullos. De música y sazón. De magia y asombro. De amigos y familia. De fantasía y emoción. Llena de tantas cosas imposibles de enlistar… Y aún así lo intentaba. Porque amaba hacer listas. Y perdía mi tiempo enlistando y disfrutando de las pequeñas cosas de la vida. Como debía ser. Como debió seguir siendo.
Un día amanecí. Amanecí y todo lucía bien. Las mismas cobijas y sábanas, que me abrazaban suaves y cálidas. Las mismas cortinas que dejaban entrar la luz, invitándome a salir. Me estiré, esperando ese aroma de desayuno hecho con amor. Esperé y esperé y entonces me levanté intrigada. ¿Dónde estaba ese olor a grasa y exquisitez? Bajé con ansias de responder a mi pregunta, pero sólo encontré más preguntas. Ante mí, estaba el desayuno, deslumbrante y apetitoso como siempre, pero el olor no llegaba a mí. Me senté y acerqué el plato a mi nariz. Nada. “Quizá sólo es gripe o estás tapada”. Quizá. Pero eso no me frenaría de disfrutar el desayuno. Sabroso, pero algo faltaba. Al salir, la brisa matutina besó mis mejillas y el sol se reflejó en mis ojos. Ante mí, un día despejado, de azul vibrante, verde pasto y… No podía oler el pasto. Ni la panadería, ni la florería. Nada. La ciudad seguía llena de vida, risas, aves y murmullos. Seguía llena de todas sus maravillas, excepto sus olores. Jamás pensé que extrañaría los olores. Entonces pensé en todos los olores y me puse a enlistar: lluvia en la tierra mojada, ajo y mantequilla, colonia de hombre, libro nuevo.
Un día amanecí. Amanecí y todo lucía normal. Las mismas cobijas y sábanas, que me abrazaban, pidiendo que no me fuera. Las mismas cortinas que dejaban entrar la luz de afuera. Me levanté, preguntándome si los olores habrían vuelto. Bajé intranquila. Ante mí, estaba el desayuno, luciendo como siempre, como cualquier otro día. Me senté y di el primer bocado, luego di el primero y… ¿luego volví a dar el primer bocado? Por más que masticaba no me sabía a nada. Sólo sentía una plasta insabora bajar por la garganta. Y quise llorar. ¿Qué era la vida sin sabores, sin sazón? “Entre esto y no oler, hubiera preferido seguir así”. Al salir, sentí una suave brisa y el tibio sol. Vi la panadería y me detuve frente al aparador. Tantos panes, galletas y pasteles. Tantas cosas que no podría disfrutar más. Entonces pensé: “¿Esto se detendrá?”. Miré la ciudad, llena de gente y autos. Seguía llena de maravillas, excepto sus olores y sabores. Eso la hacía menos maravillosa. Jamás pensé que extrañaría los sabores. Entonces pensé en todos los sabores y me puse a enlistar: mantequilla, salsa de tomate, queso, chocolate.
Un día amanecí. Amanecí y todo lucía igual. Veía las mismas cobijas y sábanas sobre mí, pero esta vez no me daban caricias. Estiré mi mano hacia las mismas cortinas raídas, buscando algo de calidez, pero ni el sol me buscaba ese día. Me levanté y bajé al comedor. Ante mí, estaba el mismo insípido desayuno de cada día. Me costó tomar el tenedor, pero cuando lo logré, igual de difícil fue comer. Al tercer intento me atraganté. No quería seguir intentando en balde, no quería ahogarme. Y al fin y al cabo, ¿qué más daba? Sin sabor y sin sazón, la vida no tenía gracia. Al salir, no sentí la suave brisa ni el tibio sol. Ni siquiera el suelo sonando bajo mis pies. Miré la ciudad, llena de gente gritando y autos pitando. Entonces me oí suspirar. Y digo “oí”, porque ni siquiera el aire en mi interior podía sentir. Jamás pensé que extrañaría las sensaciones. Entonces pensé en todas ellas y me puse a enlistar: mis cobijas al despertar, un gatito, un costal lleno de frijoles, un pétalo.
Un día amanecí. Amanecí y todo lucía diferente. Veía las mismas cobijas y sábanas, las mismas cortinas y paredes, pero esta vez todo lucía gris. Quizá era uno de esos días que despiertan nublados. No me quise levantar ese día, pero lo hice. De alguna manera, sabía que las cobijas sobre mí me aplastaban, me gritaban que no me fuera. Pero lo hice. De alguna manera, sabía que mi estómago lo exigía. Sólo por eso lo hice. Bajé al comedor. Ante mí, estaba esa cosa extraña llamada desayuno. Me forcé a dar un par de mordiscos, pero probablemente mastiqué más mi lengua que otra cosa. Por fin terminé y me arrastré al exterior. La ciudad se había tornado gris. Ya no estaba el azul vibrante, el verde pasto ni uno solo de los pintorescos colores de antaño. Miré la ciudad, llena de gente gritando y autos pitando. La música de las aves huyó hace mucho. Ni siquiera ellas podrían tolerar este escándalo. Entonces me oí suspirar. Empezaba a olvidar los colores. Me puse a enlistar los que recordaba: naranja atardecer, verde pasto, azul turquesa, amarillo girasol.
Un día amanecí. Era un día más. Vi las mismas cosas de siempre y me quedé acostada. Me levanté, porque… simplemente lo hice. Bajé al comedor. Ante mí, estaba esa cosa extraña llamada desayuno. Ni siquiera me forcé a dar un mordisco. Me quedé mirando el horizonte. Salí y vi ante mí una ciudad gris, sin olores, sin sazones, sin texturas ni sonidos. La gente andaba y conducía, moviendo los labios como el cine mudo. Iba a ponerme a enlistar por costumbre, pero no tenía sentido. Volví a casa.
Un día amanecí, hasta que ya no lo hice. Ya no quise.
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